Perder los hilos




No era simplemente una vista hermosa aquella de la lejanía de los bosques oscuros en fantasías de lo desconocido, recayendo sobre el prado de un cielo en ocaso en el cual flotaban como sueños perdidos las hojas de antiguos otoños. No era solo una imagen del corazón inocente que ante los silbidos del viento silente, entre los pasares de la imaginación que escucha el tartamudear de los ancianos perdidos en los sonetos, en los vinos, se convierte en desliz de un cuerpo inmaterial, como ambivalente figura de la ausencia, de emociones fugitivas, que se arrancan entre la controversial consecuencia de unos latidos límpidos, tras otro más apagado, más escaso, más sumiso.

Eso no es amor en la misma medida que el dar vueltas en círculos no es trascendencia, pues carece de muerte solo aquello que desconoce el pesar de los latidos. El flujo natural de las narrativas se acopla en la espera de ese momento donde del cuerpo nace el musgo y entre los cardos la lombriz alimenta la tierra del álamo que le rasca la panza a las nubes y llueve sobre mí o lo que solía ser yo, ahora envuelto en la poesía silenciosa del paisaje. Así debe sentirse la trascendencia, entre la vida y la muerte habitada de un sentimiento de gratitud infinita. Pero nada de ello había entre las rocas del amor que nos dieron.

No hay alivio que recaiga sobre este sentimiento de estar perdiendo los hilos, entre un recordar del mañana y la ensoñación del ayer se hacen en marañas verbales de la cual solo es posible presumir que, de tanto intentarlo, puedes jalar del hilo y encontrar un otro extremo vacío. Reconociendo el error, perdido mirando hacia un espejo te detienes en los ojos y ahí está como negación vociferante de un silencio inaudito. Solo soy yo, un nombre en un papel, una figura disuelta en un horizonte intentando escapar de sí mismo.

Hastiado, dando un paso atrás y alejado del reflejo me refugio en los contornos de mis manos endurecidas e intento jalar del hilo que se desprende del costado. Quito los puntos con la punta de la navaja y abro la llaga para desangrar sus nombres, su olor a oleo fresco y la ensoñación de los espíritus inmortales. Se deshilachan mis heridas en tanto me quiebro, persuadido que en el cuerpo ya no quedan latidos, me tomo del tintineo que desliza de mi rostro mudo y lo convierto en estallido, en embestida contra la carne magullada, arrancando de un cuajo el palpito tibio y entre la sangre negra dejar destilar la prosa de los abismos insondables habitados por los demonios, aquellos que del abandono levantaron altares y del silencio compusieron la métrica de las canciones malditas. 

Suenan, resuenan y se vuelven un dolor insoportable al cargar con este aliento desilusionado. Me detengo cansado y tiro lo que queda de mi cuerpo, reducido al espacio que ocupan mis huesos, a un rincón negro, vacío y silencioso donde desaparecer por unos instantes. Respiro y en mi mente se abre un horizonte en crepúsculo, meciendo  suavemente las copas de los arboles bajo unas nubes pétreas, que lentamente se disipan ante el despertar de una mirada tornasol. Sobre mí se posa y anula mi consciencia, acogiéndome entre su misericordia, me hace uno con todo. Me veo a mi mismo solo entre los pastizales anaranjados, rodeado de ruinas que son bañadas por brisas en tonos rosa, lila y azul oscuro. Desde lo alto su mirada, mientras permanezco en calma ante la intensidad progresiva de su destello donde todo se diluye en un baño cálido. 

De ese modo siento que entre mis costillas vacías, en lo más hondo de mi pecho, comienza a tejer el latido una trama que se cierra sobre sí misma. Con el cuerpo adolorido y fatigado, tomo el martillo y quiebro los cristales desde donde construía las nociones del amor. Entre los fragmentos mi reflejo se vuelve poderoso y mi mirada se enciende como llamas entre la oscuridad. Arden los horizontes y huyen los fantasmas, liberando el alma de la expectativa de la muerte. Recobro el aliento, recobro mi fuerza y entre las cenizas mi amor se hace libre.

Desde mi pecho resuenan mis latidos como una borrasca inclemente sobre páramos umbríos, delineando el paisaje ante la apertura de un nuevo amanecer que rompe con la bruma y libera el espíritu de los cantos de las brujas. En la espesura de las sombras de los arboles eternos reaparecen los niños de cuentos extraviados y junto a los roedores y los perros retoman a pies descalzos su camino hacia el alba. Con sus vidas describo no solamente un paisaje de poesías infantes atrapadas entre hilos de un relato nostálgico, si no la alegría por vivir y disfrutar de las lluvias que forman el charco en el cual contemplar los márgenes imprecisos de mi rostro maduro, enamorado de la singularidad de sus arrugas y cabellos platinados, satisfecho por los pasos dados entre el lodo y las métricas que le brinda el tiempo para que el corazón relate su nueva poesía.

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