Nacimiento (capitulo 3)

"Aquí, donde te señalo con el dedo, en la parte blanquecina y goteante de la mirada, escurre el tiempo en un duelo a cantaros idos. Eres hoy la ausencia desarrapada de tardes y sus noches negras, la gota que resbala lentamente entre los reflejos curvos y los ojos ajenos, falta de horizontes, pasividad de suspiros, un latido sinuoso que se apacigua en la contemplación de los brotes sobre la tierra mojada, bajo los astros refulgentes de misericordia. Las cenizas de tu cuerpo hoy se convierten en el viento y las olas rojas del ocaso, con ello eres la brisa, la sal y sus sonidos."

Este, mi andar, se ha vuelto un camino inclinado y zigzagueante entre las casas silenciosas y perpetuas donde viven los viejos. Casas de adobe multicolores que se agrietan y caen a pedazos, matizadas con el gris del cemento, la tierra reseca y la maleza que crece y se enrosca entre las rejas negras, los escombro de metal oxidado y la carne grisácea. Allí, levantándose en la ladera de los cerros, nuestros padres se hacen cenizas, letanía, rito, y descienden lentamente hacia el mar en un paso homogéneo, cargando sobre sus hombros el pesar de sus duelos. En sus manos las fotos desteñidas de sus familiares, algunos recuerdos polvorientos caen de sus ojos como una despedida. Mueren en silencio, sin cantos fúnebres, en las orillas de las calles, envueltos en papel de diario y, nosotros, apenas unos errantes aguardando su momento.

Aún recuerdo aquel día cada vez que paso por allí. Verte de rodillas a mitad de la calle, rompiendo en llanto al presentir lo inefable de las circunstancias, al momento de convertirse todas las luces en negro silencio.

Me quedo mirando al borde del abismo, el mar en tempestad que colapsa contra las piedras que me sostienen. Una catedral blanca de pilares informes que se hunden en las profundidades del abismo negro e infinito, un laberinto de voces como ecos que guían a los naufragios hacia su último destino. Sus cuerpos son la espuma rojiza que alimenta a las flores blancas entre las grietas; sus cuerpos son nuestros sueños y mitos primigenios, la fantasía de la reencarnación y del encuentro perpetuo.



Tomamos todas nuestras esperanzas y enfilamos su pequeña barcaza mar adentro. Nos sentamos juntos entre las rocas mirando al mar fundirse entre nubes negras, te estrechaste contra mi pecho y rompimos a llorar, noche tras noche. Aquí nos despedimos por un instante, hasta el momento de abandonarnos por completo en las vibraciones de tu voz lejana. 

En algún punto todos nos reunimos al final del camino, y nos convertimos en el rocío que humedece la tierra, en el germen y los brotes de pasto, su olor y el eco en los páramos vacíos que dejan nuestros difuntos. En la distancia, más allá de estas costas, crece un árbol de flores blancas sobre un mar sinuoso. Allí habita tu alma, allí habitan nuestros sueños.


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