El fin de los tiempos (1er fragmento)


Quizás se trataba de un sueño recurrente, ya que en su cabeza daba vueltas una imagen borrosa como de un mar insondable. Al amanecer sentía el cuerpo enfermo, la cabeza hinchada y los parpados pesados, después de todo se pasaba la noche hundido entre las sabanas, mirando las siluetas que entraban por su ventana y pensando en susurros, bosquejos e ideas circulares. No podía recordar del todo cuándo lograba conciliar el sueño y por ese motivo sentía que el transcurso de los días eran inconexos, ilusorios o laberínticos. Su mente divagaba entre pensamientos y ensoñaciones, entre la reflexión y la contemplación de manera indistinta y errática. Se detiene a mirar un instante el jabón en barra y la prestobarba en el borde del lavado y con una mano se toca el rostro. Siente su barba crecida y la piel reseca. Llena sus manos con agua y moja su rostro, unta el jabón en su piel y desliza las navajas por su cuello, lentamente escurre la espuma y entre ella un instantáneo dolor y un poco de sangre. Se queda quieto y contempla la escena en el espejo.

Tras un reflejo momentáneo de la mirada ensimismada, contempla los matices grises del polvo, la espuma y la sangre, las flores ennegrecidas y marchitas en las grietas del alma al interior de sus pupilas, los astros negros sobre un cielo lechoso. Se deja llevar desde entonces por una noche sin sueños y se guía por un recorrido umbrío a las orillas de un abismo cósmico. Todos sus recuerdos son las sombras que se extienden hacia sus pies, unos charcos que brotan de sus cuencas vacías, los eslabones que se encadenan en su garganta. Cada paso que da acalla duelos y abandonos, niños y pájaros. Se comprende a sí mismo como pétalos de flores marchitas sostenidas en el aire, cada uno de ellos es la muerte a cada instante, el movimiento mudo de la conciencia deshaciéndose de sí misma para oscilar entre líneas que describen aquello que habita en el alma, en las distancias y ausencias: somos aquello que tratamos de olvidar.

No tiene respuestas, es el inicio de un frágil otoño, bajo un árbol desprovisto de vida y no tiene respuesta para nada. Blanco en sus ramas y sus flores, se extiende hacia el cielo blanco y guarda dentro de su silueta quebrada un abismo en el cual poder hundirse, contemplar el regreso de la pena y el día que muere con él. De ese modo se esconde el horizonte detrás de una cortina de olvidos, arrastrando los pasos hacia un océano oscuro de sueños vaciados de presencias. Entre la bruma grisácea espejismos de cuerpos desnutridos se deshacen como cenizas, mujeres sin vientre, ancianos suplicantes se hunden y mueren como niños entre la sal marina. En todas partes los monolitos se vuelven polvo, los rostros carbón, las voces son solo ecos, letanías y sollozos. Es el movimiento de las olas una poesía sobre la muerte y recuerda entonces la primera vez que sus padres lo llevaron a conocer el mar.


(Fragmento)


Comentarios